martes, julio 08, 2008

Good Food, good life


Durante mi adolescencia muy raras veces me compraba una golosina. Es más, no recuerdo ni siquiera haberlo hecho. Esa patológica costumbre se desarrolló aún más cuando entré a la universidad, donde el sabor más adecuado para sentir en mi boca era el cigarro y el café. No me daba un gusto dulce no porque no me gustara sino que porque estaba constantemente alerta con los gramos de más, las calorías de menos y una lista de interminables y estúpidas reglas que dirigían mi vida.
Básicamente lo que hice durante tantos años era privarme del placer. Y privarse del placer no sólo es cruel y castigador sino que un arma de doble filo que se traduce en un montón de síntomas emocionales que una los atribuye a cualquier cosa menos al acto censurador de no dejar entrar golosinas al cuerpo.
Claramente si se comen golosinas todos los días se corre el serio riego de tener diabetes, caries, problemas sanguíneos, etc. Pero cuando en situaciones específicas se necesita, pero de verdad SE NECESITA el sabor dulce abrazar nuestra lengua y transmitir sensaciones placenteras a todo nuestro y por un instante sentir esa pueril felicidad de antaño, el aletargamiento bondadoso del azúcar, cuando ocurre eso es lógico y generoso con una misma ir a un kiosko y comprarse un alfajor, o un helado, o un paquete de galletas.
La autocensura en todo orden de cosas es peligrosa y prohibirse el placer es casi como dejar que nos castiguen, nos peguen, nos quiten la libertad. Si una es capaz de eso, fácilmente podemos permitir al otro que nos censure.
Digo, una se tiene que querer, regalonear, alimentar, abrigar, cuidar, respetar, acariciar. Una es la fuente primera de placer de una misma y la búsqueda de él es personal y abierta.
Quitarnos esa fuente, ese derecho, es cerrarnos las puertas a un montón de otras cosas sensatas y buenas y sanas que nos hacen bien y más felices.
Y ciertamente una engorda más cuando tiene la disposición de adelgazar que dándonos un gusto dulce de vez en cuando.
El Super 8 engorda cuando pensamos que nos engorda. Si lo comemos con felicidad de seguro que pasará de largo y nuestro cuerpo lo recibirá no con ansia sino que con agradecimiento.
Hace mucho tiempo que dejé de prohibirme el placer, y hoy, después de almuerzo, me compré un Super 8, sin culpa pero con mucha libertad.
Y otro granito de placer se sumó a mi ya atiborrada fuente.