jueves, junio 25, 2009

La nave

Desde la ventana de mi oficina he visto los abandonados cables del teleférico. Solos, sin los bichos multicolores que siempre cuelgan de él haciéndome imaginar que soy la afortunada que está sentada dentro de uno de ellos, en vez de estar en una oficina con calefacción artificial y sonido de clickes clickes clickes.

Ya no funciona. Me di cuenta el viernes, lo corroboré el martes y lo confirmo ahora, que miro hacia el cerro y no veo ese paseo de fantasía.

Yo anduve mucho en teleférico.

Mi papá abría un poco la puertecita, cuando estábamos colgando en las alturas, y me daba un nervio gozoso que mi padre tranquilizaba con una de sus abundantes carcajadas.

Miraba los árboles y parecían nubes flotando, colchones suaves que, en el caso que me cayera, de seguro me recibirían amistosos y olorosos.

Saludaba a los que se cruzaban con mi teleférico y, en ese diminuto instante, se transformaban en mis amigos cómplices, mis amigos de las alturas que compartían el mismo momento que yo.

Esperaba tiesa e inmóvil cuando pasaba por la torre metálica porque temblaba rápidamente haciendo un crujido peligroso que me hacía pensar que, ciertamente, era el momento más propicio para que el teleférico se soltara y cayera estrepitosamente sobre los árboles.

Imaginaba que se quedaba detenido en medio del viaje y que pasaría horas, días y noches suspendida en el aire, sin comida y agua pero con muchas posibilidades de salir en las noticias y ser rescatada por un helicóptero.

Me dolía la guata de la emoción cuando esperaba, en alguna de las estaciones, el teleférico que me iba a tocar y siempre siempre quería el celeste pero la mayor parte de las veces subíamos a uno rojo.

Aplaudía cuando, ya sentada en mi teleférico, se deslizaba lentamente, en la semi oscuridad de la estación, y de repente todo se iluminaba cuando se lanzaba a la luz.

Escuhé muchas veces a mi padre cantar, a mis hermanos moverse de un lado a otro sólo para que el teleférico se balancera y a mi me diera susto.

El teleférico siempre es y ha sido mi viaje de fantasía, el minuto secreto en que veía a todos pequeñitos e individualizados, la ocasión para no estar simbólicamente, el paseo de la infancia, mi nave.

La última vez que fui invité a mi amado a compartir conmigo un atardecer de septiembre y el sol y las mariposas y yo más grande pero con el mismo nervio.

Mi teleférico rojo ha sido la nave del amor.

Creo que apenas lo vea de nuevo desde la ventana de mi oficina, iré a buscar el celeste. Me lo debo.

miércoles, junio 24, 2009

Humanos amados

Un hombre ama a una mujer, porque la cree superior. En realidad, el amor de ese hombre se funda en la conciencia de la superioridad de la mujer, ya que no podría amar a un ser inferior, ni a uno igual. Pero ella también lo ama, y si bien este sentimiento lo satisface y colma algunas de sus aspiraciones, por otro lado le crea una gran incertidumbre. En efecto: si ella es realmente superior a él, no puede amarlo, porque él es inferior. Por lo tanto: o miente cuando afirma que lo ama, o bien no es superior a él, por lo cual su propio amor hacia ella no se justifica más que por un error de juicio.

Esta duda lo vuelve suspicaz y lo atormenta. Desconfía de sus observaciones primeras (acerca de la belleza, la rectitud moral y la inteligencia de la mujer) y a veces acusa a su imaginación de haber inventado una criatura inexistente. Sin embargo, no se ha equivocado: es hermosa, sabia y tolerante, superior a él. No puede, por tanto, amarlo: su amor es una mentira. Ahora bien, si se trata, en realidad, de una mentirosa, de una fingidora, no puede ser superior a él, hombre sincero por excelencia. Demostrada, así, su inferioridad, no corresponde que la ame, y sin embargo, está enamorado de ella.

Desolado, el hombre decide separarse de la mujer durante un tiempo indefinido: debe aclarar sus sentimientos. La mujer acepta con aparente naturalidad su decisión, lo cual vuelve a sumirlo en la duda: o bien se trata de un ser superior que ha comprendido en silencio su incertidumbre, entonces su amor está justificado y debe correr junto a ella y hacerse perdonar, o no lo amaba, por lo cual acepta con indiferencia su separación, y él no debe volver.

En el pueblo al que se ha retirado, el hombre pasa sus noches jugando al ajedrez consigo mismo, o con la muñeca tamaño natural que se ha comprado.

 

Cristina Peri Rossi. “La naturaleza del amor”. 

Una pasión prohibida.