Hoy
es santa Carolina y yo, como muchísimas otras chicas chilenas,
llevamos ese nombre. En realidad, yo me debería haber llamado Pamela
pero entre que mi hermano mayor propuso Carolina como que también
era el nombre de moda de la época (¿habrá sido por Carolina de
Mónaco?) terminé engrosando la lista de Carolinas nacidas a finales
de los 70 y principios de los 80. Cuando pequeña mi nombre nunca fue
una preocupación, salvo cuando tenía que soportar las bromas de
cabros chicos pesados que me gritaban “Carolina, poto de gallina”,
que en ese momento me enfurecía y ahora me parece hasta tierno. Pero
la crisis con mi nombre se gatilló cuando entré a la universidad y
las Carolinas abundaban en los pasillos, salas de clase, bibliotecas
y cada pequeño espacio de la facultad. O sea, alguien gritaba
Carolina y a lo menos éramos 15 las que girábamos la cabeza
pensando que era a una a la que llamaban. Fue ahí cuando me pregunté
¿por qué mi mamá no me puso su lindo nombre? ¿ o el de mi tía
abuela? O cualquiera con más tradición y menos popularidad. Y
bueno, me llamo Carolina y a estas alturas hasta siento que no me
podría llamar de otro modo. Igual el nombre a una la define e,
incluso, habla un poco de la personalidad. Para mi Carolina es un
nombre juguetón, musical, travieso y alegre. “Pispirigüo” como
me dijo una vez un cura de mi colegio. Y si, creo que soy todo eso
incluyendo lo de pispirigüa y ya que me reconcilié con mi nombre me
saludo a mi y a todas las Carolinas del mundo que llevan el
diminutivo de Carlos con el orgullo de ser parte de una generación
de padres y madres embelesados con esta nueva princesita en el hogar.
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