domingo, agosto 22, 2004

MilMundo

Son casi las cuatro de la tarde en Viena. Ayer partimos desde Praga a las 3 de la tarde en un viaje tan tranquilo y suave. El tren parecía volar sobre el riel y el paisaje campestre aparecía tenue en la ventana. Todos los campos del mundo son iguales. Extensos, abundantes, infinitos. Este que va desde Praga a Viena es amarillo, golpeado a veces por pedazos verdes que eran inmediatamente rasgados por plantaciones de girasol. El cielo estaba nublado y caían gotas que no alcanzaban a mojar la ropa colorida que colgaba en alguna casa pequeña metida en medio del trigo. Vi un señor arando su tierra con un perro que ladraba de regocijo a su lado. Su camisa blanca era como un pañuelo volando torpemente en el viento.
Los pueblos que aparecían de vez en cuando eran pequenos reiños dentro de sus límites. Casas viejas y hermosas y castillos con cúpulas arabescas se erigían por sobre los banquitos de plaza y las casitas de techos colorados. De repente un parque de diversiones en medio de un pueblito perdido. Las máquinas estaban detenidas y todo parecía inmóvil, como esperando que pasara el tren para volver a funcionar.
Las casas que están a las orillas de la línea del tren son las casas más vistas en la vida, y, a la vez, son las más abandonadas. Ningún tren se detiene para saludarlas porque están siempre entre dos puntos. Son como las piezas perdidas de un puzzle que nunca es completado. Aquellas ventanas son ojos que piden porfavor una sola mirada cierta. Se quedan atrás para volver al silencio que las abraza de noche cuando ya ni siquiera pasa el tren.
Y asi avanzaba este tren, rápido hasta llegar a Viena. En la estación estaba esperándonos Birgit y su esposo Claudio. Ella vienesa y el chileno. Sonrientes estiraron el brazo y nos recibieron felices. Fuimos después a recorrer un poco la ciudad. Pasamos a comer a una picada hermosa que está ubicada, literalmente, en la punta del cerro y que tiene una vista privilegiada de Viena y del Danubio Azul. Más arriba esta el castillo donde vivió Sissi, una princesa de verdad. El lugar se llama La Tortuga y ofrece comida típica austríaca. Yo comí Kstrube, una papa rellena con Jamán picado y pimienta. Lo acompañé con Chucrut, bien fuerte, y un vino de fabricación casera. Rodrigo comió hamburguesa con chucrut y una ensalada de papas extraña. Acá no aliñan nada con limón, todo tiene vinagre por lo que el sabor es muy fuerte. Mi guatita hizo pucheros y me dio una acidez bárbara. Me tomé una sal Disfruta y funcionó.
Después fuimos a una fábrica de energía que hacen con basura. La diseñó Hunderwasser y de verdad parece una construcción de ciencia ficción, con sus chimeneas coloridas y árboles metidos dentro de la fábrica para dar más calor. Muy increíble. Tanto que ocurrio algo que aún no tiene explicación.
Corría un viento fuerte y caían algunas gotas de lluvia. De repente Rodrigo saca una foto a la fábrica. Claudio, el chileno, le dice que hay muy poca luz y que puede que no salga bien. La toma y al verla.....aparece un extraña luz, una especie de cometa atravesando el paisaje. Todos estamos de testigo que al momento de la foto no había nada en el cielo. Y la luz o el ovni o lo que sea es tan nítido que llega a dar escalofríos. ¿Qué tal?
Yo inmediatamente di mi teoría del Foo Fighter ante lo cual Rodrigo se burló y dio otra teoría más inverosímil aún: que era un foco. Dentro del mundo mágico de cada uno teníamos una propia versión de lo ocurrido pero sea lo que sea la foto es muy misteriosa.
Pues bien, nos fuimos de ahí hacia el centro con la sensación de estar siendo observados. Caminamos por el paseo principal con tiendas muy choris. Llegamos a la Catedral de San Esteban, una construcción gótica de una belleza sobrecogedora. Sus gárgolas que vigilan la entrada al templo parecen que en cualquier momento tomarán vida. El techo era enteramente de mosaicos. Y se empinaba hasta el cielo. Viena estaba iluminada, sin tanto turista y cerrada comercialmente. Como buen día domingo en todo el mundo, creo yo.
Nos fuimos a la casa y llegamos a ver el partido de Nicolas Massú y Fernando González. Los nervios me tenian tiesa hasta que ganaron y me puse tan feliz. Imaginé el desorden que tenía que estar quedando en Santiago, y los asados y los amigos y todo el bochinche por la primera medalla de oro de la historia deportiva de Chile. Me dieron ganas de estar allá y mirar las caras y la bandera.
Pienso que eso de que todos somos iguales es una manera de subestimar la esencia de cada país. Creo que hay cosas esenciales que se deben respetar por igual pero creer que el mundo es uno sólo es una falta de respeto... Precisamente la gracia de todo esto es comprobar la diferencia en nuestros rostros, en los alimentos, en el humor y en el modo de vivir. Ahi esta la riqueza de vivir en un mundo de miles de mundos a la vez. El checo, el francés, el holandés y el alemán son sonidos maravillos en su particularidad. Los checos son malhumorados y los belgas son dicharacheros. Hay girasoles y claveles. Y un mar que lleva diferentes nombres. Me gusta que sea así. Me gusta alegrarme porque Chile gana y me gusta ver la bandera y reconocerme. Me gusta ver otras banderas y mirar el atlas y desear conocer otros idiomas y ver, quizás, los rostros más bellos y diferentes que haya visto jamás. De verdad que todo pasa por el respeto y por la única cosa que hay que luchar es por esa manía de querer globalizarlo todo pasando a llevar lo más importante de cada cultura, su diferencia. Y es que la diferencia asusta. Por lo pronto me siento feliz de ser diferente a un vienés y me siento más feliz aún de poder notar esa diferencia y saber vivir bien con ella.
Eso por lo pronto.
Besos.

Carola Chum


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