Este finde comenzó oficialmente la temporada de despedidas.
Y qué manera de empezar. Fui a Punta de Tralca, mi balneario por excelencia en mi adolescencia.
Y estaba más bello que nunca. Tan verde, tan tibio, tan húmedo.
Un sol medio tímido se colaba por unos pitospóros que estaban frente a la pequeña cabaña que arrendamos con unos amigos.
Las gaviotas se sentían a lo lejos. Y el mar también. Y el viento en mis ojos y la parrilla brillando con un carbón que vivía feliz.
Y el café y secarme el pelo al sol,
con los ojos cerrados y las mejillas coquilleando.
Y mis amigos sonriéndome,
abrazándome y haciendo brindis.
Ocurre que antes no podía pasar por Punta de Tralca sin sentir el peso de los recuerdos.
Algunos bien tristes, otros demasiado alegres.
El punto es que recordaba con una nostalgia que de verdad hacía que el corazón se me encogiera.
Ahora siento que esos recuerdos se renovaron. Tomaron otro aire y las letras desteñidas volvieron a tomar forma en mi cabeza.
Todo cuanto fui no es que no lo quiera volver a ser,
pero ese deseo frenético por retroceder en el tiempo se disipó cuando me vi tomando sol y mirándome en mi espejo viejo y sintiendo que todo lo que soy ahora es en parte por lo que fui ayer.
Y que esto que soy me encanta. Y quiero ser más.
Cierro los ojos y me acuerdo del llanto y de la risa y estoy agradecida que existieran pero este retorno a Punta de Tralca fue como no haber ido nunca pero sabiendo que me lo conozco tan bien que de perderme, nada.
Y me emociona tanto la idea.
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